En la aventura de escibir me asalta una indecisión léxica cuando intento enfrentarme a la realidad. Puede ser debido a que yo no la inventé. O tal vez porque estoy en un estado de abdicación de la misma.
De todos
modos, no resulta fácil negociar con los recuerdos. Creo que hay un mecanismo
neuronal que corre como en los dibujos animados que veía en mi infancia. El Coyote
corre y corre sin detenerse hasta que mira hacia abajo y ve que hace tiempo que
dejó atrás el borde del precipicio, entonces… cae.
Así
ocurre en mi cabeza. Veo algo claramente, pero mi cerebro lo registra a su
aire, interpretándolo como otra cosa diferente.
A veces
consigo poner el piloto automático de mis pensamientos para correr y correr
hacia adelante, sin percatarme de que he rebasado el borde del precipicio.
Busco ese estado de semiinconsciencia, de
aturdimiento visceral que bloquea el dolor inmediato de lo incognoscible, de lo
indecible, de ver que corres sobre el aire, miras abajo y…caes.
Me
invade la certeza ineludible de la pérdida. Vivo sin dios alguno a quién orar y
pulsar el botón de amén que envía las peticiones a su correo. No encuentro un
culpable a quien odiar, en quien descargar toda esta ira, este sentimiento de
orfandad que me atenaza, este desgarro que produce lo inevitable.
En las
fases del duelo se contempla la “Aceptación”; es un término obsceno y grotesco
que no define un estado posible de este proceso. “Conclusión” tampoco sirve. Es
“Certeza”. La certidumbre que -con palabras de Nietzsche- en lugar de la duda,
te vuelve loco.
Ese
rincón del cerebro que almacena los recuerdos, ese disco duro que no puede
formatearse, esa maldita memoria, recrea una y otra vez la última imagen de mi
madre. El último reflejo de mi imagen en
sus ojos atónitos, abiertos hacia el vacío.
Desafiando
la lógica temporal, su corazón se cansó antes de tiempo y súbitamente se
detuvo. Yo corrí y corrí hasta que miré hacia abajo y vi que había rebasado el
borde del precipicio. Entonces…caí.
En los
dibujos animados, el Correcaminos perseguía al Coyote y éste caía una y otra
vez. Se levantaba y allí estaba su perseguidor. Perseguir, escapar, caer,
levantarse…un bucle incesante.
No sé si
tanta amargura, tanto dolor, tanta impotencia, era necesaria para intentar
escarchar mi corazón y endurecerlo. Como fuere, no dio resultado.
A veces
pienso que, para aliviar mi dolor, el mejor calmante sería la incepción de otro
dolor infinitamente mayor. Tampoco esto funciona.
Quiero
ser el Coyote de mi infancia. Quiero caer y aplastarme, volverme unidimensional . En ese punto quiero levantarme y, por una vez, perseguir yo al
Correcaminos hasta que pierda el borde
del precipicio.
Con un
poco de suerte puede que no logre levantarse íntegro y me permita, aunque sea
por unos instantes, seguir corriendo y corriendo sin mirar hacia abajo. Sin
darme cuenta de que he dejado atrás el terreno firme y por eso no duele tanto
caminar.
Lástima
que esto no sean dibujos animados, ni nosotras sus protagonistas.
Lástima
que el terrero que acaba abruptamente sea la vida. .
Lástima
que mi madre mirase hacia abajo al dejarlo atrás y...cayese.
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